(Estas horas son lentas y hay demasiada luz. Las uvas del patio aún están verdes, la casa está en orden y tienes que distraerte con alguna cosa. Tomas las barajas e intentas interesarte en el solitario. Piensas que el niño está demasiado quieto. No sabes si duerme. El número trece es muy difícil de encontrar, ya has barajado varias veces. Miras el ajedrez intacto en su caja desde hace mucho. No has logrado que el niño sea un aguerrido rival. Quieres que comparta tus pasatiempos, se entusiasme con lo que a ti te gusta. Pero no aparece, si es que se levantó anda por allí entretenido en algún cuarto. Recuerdas que el crucigrama del periódico está sin hacer, si te concentras puedes demorarte hasta el noticiero de las dos).
El niño despierta y descubre que no hay nadie durmiendo con él. El frío de la mañana lo obliga a vestirse bajo las frazadas. No sabe quién está en la casa pero por las cortinas cerradas cree que sólo está el abuelo. Está seguro de que si se queda haciéndose el dormido él vendrá a buscarlo para obligarlo a cumplir con alguna tarea en la casa.
Cuando la abuela no va a la ciudad él procura mantenerse próximo a ella todo el día, protegido de exigencias o regaños. Sería tan bueno que ella no saliera nunca. Con ella en casa puede hacer dibujos en el pizarrón o llevar a la sala la colección de pequeñas baterías, pero como ella no está no sabe qué esperar. Depende del humor del abuelo que cambia con el transcurso del día. Le inquieta saber que muy pronto las uvas madurarán y él querrá que lo ayudes a hacer jugo de uva.
(La saludas levemente cuando llega con sus bolsas repletas. Ella va a la cocina, rellena los estantes, pule las ollas y prepara comida para varios días. Te molesta su actividad incesante, la energía que te falta y que revela tu lentitud ociosa. Le exiges silencio cuando se acerca y finges concentración en el crucigrama del periódico o en las páginas del diccionario. No quieres oír que te hable de su trabajo ni de sus compras. Quisieras que se quedara tranquila junto a ti, confiada en que te llamen en cualquier momento para algún empleo. ¿Cuándo fue la última vez que te levantaste para ir al trabajo? Al principio llevabas la cuenta, marcabas los días en un pequeño calendario que tenías escondido en la camisa; hoy no lo sabes a ciencia cierta, pero es seguro que ya son años. Entonces te levantabas con un poco de soberbia. Eras el único que salía de saco y corbata de tu calle. Además te gustaba empuñar el maletín de cuero, que siempre estaba cargado hasta el tope. Llevabas la contabilidad en una distribuidora de maderas, te sentías la piedra angular, la base, el límite de algo indefinido que se formaba en la loca carrera de comprar y vender. Tú ibas detrás contabilizando las ventas, registrando los progresos y retrocesos, recogiendo del suelo boletas y comprobantes, adelantándote al aseador, revisando los bolsillos de algunos empleados olvidadizos. Ahora, sin un empleo te cuesta encontrar un motivo para iniciar la mañana. Los primeros meses te levantabas sólo por el desayuno. Pero con el transcurso del tiempo tienes menos deseos de comer. Cada vez te levantas más tarde, casi con tiempo suficiente para asearte, vestirte y esperar el almuerzo. El niño se asoma a la ventana para ver si Manuel anda cerca: no puede ir a jugar al momento pero a lo mejor planean algo para la tarde. Desde que se mudó viene muy poco al barrio, era el único amigo que el abuelo le permitía, aunque con Manuel buscaban a otros con los que iban al parque central, se subían a los juegos mecánicos y al fuerte antiguo. Con él conoció sitios que su abuelo le tenía prohibido visitar, como el cerro de la basura. Encontraban muchos desperdicios acumulados pero también objetos curiosos y atractivos: lámparas antiguas, numerosas baterías, relojes descompuestos. Tu mujer quiere mudarse de San Pedro pero la renta es tan barata en este callejón. Nos cambiaremos cuando yo consiga un trabajo, le aseguras. Aunque no hay una sola noche que regreses a casa sin que los perros te sientan. Sus ladridos te provocan, les lanzas piedras e insultas a sus dueños que algunas veces también salen a enfrentarte. Después hay una persona más a la que le quitas el saludo. Odias San Pedro por sus perros, por alguna de su gente, pero también por el polvo que lo impregna todo. El viento insistente filtra tierra hasta dentro de la misma casa, cayendo en la ropa limpia y sobre las camas. Lo que no cambias por nada es el pequeño parrón de uvas verdes. Te gusta contemplarlo todos los días un rato, tratas de detectar cómo van madurando los racimos).
Con un paso sigiloso el niño va de un cuarto a otro esperando encontrar a alguien en cualquier momento. Se queda dentro de la casa, no quiere asomarse al patio porque no soporta la visión de la pequeña viña. Las uvas le recuerdan que en cualquier momento debe impregnarse con el molesto jugo. Recorre las habitaciones, ve las camas sin hacer, las ventanas cerradas. Todo se mantiene muy quieto y silencioso. Comprueba que está a solas en los amplios espacios de la casa. La sala es mía, piensa. Puede disponer de los adornos, los libros y de las frutas de la bandeja. Cambia de silla y se sienta en cada una de modo diferente. Espera que demoren mucho en llegar, por lo menos hasta el ocaso. Le gusta estar solo en la casa pero no cuando está oscuro. En ese momento desea oír el ruido de las llaves de la abuela.
(Pasa el tiempo y por fin llega el día que esperabas. Despiertas antes del amanecer y te diriges al patio . El pequeño viñedo dio sus frutos como todos los años. Durante la mañana realizas la cosecha, desgranas los racimos y las uvas las dejas en agua. Al mediodía vas al cuarto del niño y lo ves durmiendo destapado. No lo despiertas enseguida. Debes lavar sus piernas y pies. Te acercas a su lecho y lo mueves quedamente para que no se sobresalte).
El niño se deja llevar a la cocina; descalzo, entra al recipiente de agua tibia y se queda allí. Una vez cada año tiene que prestarse para pisotear los gajos de uva. Siente bajo las plantas de sus pies cómo se revientan y va saliendo el jugo dulce. No alcanza a aplastar con suficiente fuerza y el abuelo lo aprieta hasta lastimarlo para que exprima mayor cantidad.
(Tiempo después, cuando el jugo ha dejado de ser dulce, el niño y el abuelo están sentados uno al lado del otro frente a la mesa. Te sientes reconfortado. Todo es un motivo para reír. Los recuerdos felices, las anécdotas de tu juventud y tus opiniones fluyen rápidas. Lo viertes todo en los pequeños oídos del niño, que te mira muy atento, como si recibiera una lección. Lo rodeas con tu brazo gordo).
El niño con su mirada quiere incomodarlo, que se calle. No conoce otra forma de escapar. Las frases y risas se suceden ruidosas, hasta que se desvanecen con el transcurso de la tarde. La sed de meses se va saciando.
Al rato, las botellas vacías anuncian el fin. Te parece increíble que después de meses de espera para que madure la fruta y fermente, en unas pocas tardes el vino se acabe. Vas al patio, palpas las ramas y planeas cómo será la poda; mientras el niño caminando silencioso junto a ti comienza a desear que la próxima cosecha se malogre.
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