Por las tardes San Pedro está desierto, pero uno puede distraerse caminando lentamente desde el Parque hacia El Mirador. Es un trayecto corto, abunda el silencio. Una vez allí hay que ponerse las manos en el bolsillo, echarse en el pasto y esperar que el sol desaparezca detrás de los cerros mientras el aire tibio te da en el rostro. Se puede pasear la mirada por el amplio espacio que forma la línea férrea, el río y la caprichosa silueta de los montes. Uno lleva un libro para no leerlo y puede dejar que el cuerpo tendido sobre el pasto vaya buscando el sueño. El pueblo a la hora de la siesta parece un grupo de ruinas saqueadas por la voluptuosa audacia de la luz, pero si hay una noticia para ti, nadie te libra, el designio te persigue hasta alcanzarte. Es el mayor de tus primos. Los engranajes sin aceite de la bicicleta lo anuncian desde lejos. Debes regresar a casa, nada malo, pero no puedes tardar. Una noticia a esta hora es como si se adelantara el ocaso. Tu primo guarda silencio para que sean los mayores los que te informen. Apenas llegan ves tu bolso listo sobre la mesa. Los tíos, contentos, comienzan a despedirse. Los miras extrañado esperando el motivo de tu viaje.
Sales al otro día pero los preparativos ya comenzaron. Tía Mónica lo previene contra los desconocidos. Mientras él se fija en su barba canosa, tío Rafael le explica el trayecto. Le pide que se aprenda de memoria los trazos del improvisado mapa. ‘‘Hay un solo camino, es imposible perderse y el tren pasa por la estación a la misma hora. No demores, no hables con nadie’’. Los primos pequeños lo miran con una envidiosa curiosidad. Por último el abuelo aparece como si hubiera esperado su turno y se despide de él tal y como lo hubiese hecho en la estación con el ruido del tren a un lado. Lo cierto es que aún no le han preguntado si quiere llevarle el sobre a su madre. Después de todo sólo la ha visto una vez, cuando él era pequeño en una corta visita. Nunca ha tenido una foto de ella y no está seguro de reconocerla si la vuelve a ver. Todo sucede rápidamente. La tarde termina y después de comer algo caliente, a dormir, que mañana por primera vez será el primero en levantarse. El piensa en que los días de sol ya están terminando. Está seguro de que se va a perder las últimas tardes en el Mirador. La bulliciosa casa comienza a sosegarse mientras el viento se estrella contra el zinc. Esa quietud agradable lo arrulla hasta que el sueño lo vence. Unas horas después lo despiertan con un remezón. Oye los ronquidos dispersos por la casa. La abuela se despide mientras lo lleva a la calle medio dormido todavía. ‘‘En el bolso hay algo de fruta y pan. Cuídate mucho, no pierdas el sobre, buen viaje’’.
Hasta hace un rato estaba en medio de un sueño que ahora no recuerda. Se despidió de la abuela casi maquinalmente. No es hora para despertar a los otros sólo porque él quiere decirles adiós otra vez. No puede arrepentirse de esa abrupta partida, porque ni siquiera la abuela se quedó en la puerta de la cerca para verlo desaparecer al final del callejón. Sólo queda buscar la salida del pueblo y luego continuar el camino. En estos momentos la tierra blanda le parece una dura resistencia contra la que tiene que luchar. El pertenece a San Pedro y no está convencido de que deba dejarlo. El amanecer tiene el esplendor del crepúsculo, pero es más alegre y prometedor. Muy pronto la caminata puede convertirse en una calurosa experiencia. Desearía conversar con alguno de los vecinos madrugadores a fin de entretenerse un rato en una trivial charla. Pero no hay nadie. Apenas se oyen los esporádicos cantos de los gallos. Una sola figura atraviesa lentamente las estrechas calles de San Pedro. Continuaste el trayecto sin mucho apuro como si después de cada cerca fueras a regresar, a dejar en claro que tú no quieres ir. Pero los abuelos y los tíos saben lo que hacen. Sólo te queda obedecer y derrotar el cansancio que te sube en forma de dolor por las piernas. La mañana es una fiesta de luz y de colores por toda la extensión del valle. Al menos te gusta el paisaje que debes cruzar. Tienes hambre y sed pero quieres aprovechar el frescor de esa hora para ganar terreno. Sabes que se avecinan momentos de intenso calor.
Sin previsión no se puede seguir. Debe recordar algunos consejos de sus tíos, aunque cuando oyó los sonidos de sus frases le pareció que no eran para él. Después de cruzar el puente, el camino es asoleado y polvoriento. A intervalos un carro pasará a su lado, a veces algún camión. Debes detenerte cuando oigas un sonido de motor. Debes cerrar los ojos y contener la respiración hasta que la nube de polvo desaparezca. La vereda será escasa y habrá pocos árboles con sombra.
Has sido fiel al trayecto que dibujó el tío Rafael. Tu obediencia te da una sensación de seguridad. ‘‘Si fallo no es por mi culpa’’, piensas. Después del Puente del Rey decides descansar y comer algo. Sabes que estás en mitad de la ruta entre tu casa y la estación. LLegarás en plena tarde. No temas. No te preocupes. Todo está saliendo como te dijeron. Te imaginas instalado en uno de esos enormes vagones. Sin dormir ni hacer nada. Sólo mirando cómo cosas y personas van pasando en orden por tu ventana. Te gustará sentirte transportado. Quizás respondas con la mano a los saludos que te dirija la gente que va pasando frente a ti.
El sol estaba muy alto cuando llegaste a la estación. No hay pasajeros. La hora de la partida estaba próxima. Decidiste sentarte en la única banca del lugar a comer algunas frutas para suavizar la espera. La línea férrea traza una larga curva que acaba en el horizonte en ambas direcciones. Te imaginas atravesando la estación de la ciudad en medio del incesante ajetreo. Esperarías en un lugar visible. Tu madre te hará preguntas, te abrazará, hablarán de la ruta que seguiste y si quieres algo de comer. Pero a esa hora, junto a la estación vacía no llegaba nadie para venderte un boleto. No se puede viajar sin uno, te lo había dicho el abuelo. Quizás dentro del vagón puedas comprarlo. Lo importante era de que de un momento a otro viniera el tren.
Cansado de esperar se había acomodado a lo largo de la banca, mirando por ratos a derechos e izquierda. El sol se iba debilitando. Le preocupaba la excesiva quietud, decidió caminar por los durmientes como si quisiera salir a encuentro de la máquina. Al rato encontró un cruce abandonado donde se apilaban fierros oxidados. Sin duda, en mucho tiempo no pasaba el ferrocarril por allí. Regresó por el mismo camino con la sensación de que había hecho algo indebido. Nadie le dijo que se alejara de la pequeña estación y que fuera a averiguar nada. El espacio abierto no mostraba más estaciones en este lado del cerro. Pero no tenía las fuerzas para regresar y relatar su viaje. Temió que a lo mejor no hubiera ningún error, que los tíos supieran que por aquí no pasan lo trenes desde antes que el tío Rafael viniera. Incluso, antes de que el abuelo llegara por primera vez. Contemplando el ocaso decidió que debía quedarse. Se ovilló en la banca para protegerse del frío que comenzaba. Se resignó a pasar la noche allí. Acaso algún otro pasajero perdido se aproximaría para esperar juntos la llegada del próximo ferrocarril.
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