No la quiero soltar. Ella es más grande y más fuerte. Me adhiero a ella, le atrapo un brazo o le tomo la punta de su pijama. Con ella no hay riesgos, hasta los perros ladran menos. Mueve sus brazos rollizos, me empuja y me obliga a dar la vuelta y pegar la cara a la pared, que es tan fría y plana, pero con paciencia el muro más frío cede y se entibia. Es el momento mágico en que me quedo dormido. Ella puede empujarme todo lo que quiera, puede cansarse de mí, nunca voy a rebelarme por eso. Pero no puede abandonarme y descuidar su flanco, para que pase el aire por ese lado, para que de pronto el rincón de la ropa sucia cobre vida. Los calzoncillos rotos, las camisas gastadas, los abrigos viejos, montones de ropas que se van olvidando, que nadie necesita pero que sería un pecado botar. Ese montón de calcetines tiesos enredados con la lana pueden moverse, pegarse como una figura inmunda y venir a llenar el espacio que ella dejó. La abordo cuando la luz está encendida e intentamos acomodarnos, que no se corran las frazadas y que la sábana no se salga. Ato su pijama al mío, recobro el cordón al que tengo derecho, mi seguridad, mi sueño pesado.
Si tengo suerte consigo abrazarla para dormir más rápido, para soñar profundamente. Otras veces me inquieto. Nos hundimos en medio del colchón soportando los huecos de algunas tablas rotas. Respiramos sin movernos abrazados bajo las gruesas frazadas y el frío no nos toca. Pero no estoy en paz, no me convence esa felicidad y sin motivo le clavo las uñas para que reaccione, para que deje de roncar. Entonces se suelta, me sacude y me castiga con una ración de frío en la pared. En la mañana me busca, quiere suavizar mi rencor, que la perdone. Me lleva el desayuno, que coma bien, pan caliente y té. Me deja quedarme acostado hasta la tarde. Que no me mueva, que ella hará el almuerzo como si la fiebre me impidiera andar por la casa buscando algo que hacer, prendiendo la tele. Esas mañanas son mi alegría, no importa que afuera esté lloviendo. Me olvido de todo y juego a que la cama es sólo mía, porque hay tanta luz que ya no tengo miedo. Me meto debajo hasta que se acaba el aire, como si me hundiera bajo el agua. Lleno los pulmones con el aroma pesado de las sábanas. En esos momentos no la necesito. Que cocine y me traiga sopa y arroz, que me engorde, quiero estar gordo como ella, para estar más juntos en las noches. Puede empujarme contra la pared, puede doblar la rodilla y dejarla en mi espalda, pero mi propia gordura terminará imponiéndose. El colchón hará un arco y en medio nos calentaremos muy juntos el uno al otro. Le perdonaré que al rascarse levante la sábana y deje pasar una corriente fría.
Los años me dan la razón; pasan uno a uno, yo voy ganando porque crezco y engordo, ya casi toco las uñas de sus pies. De lado manda ella todavía, pero como soy más ancho cuando estamos boca abajo o boca arriba procuro mantenerla pegada a mí. Comienzo a roncar y más fuerte que ella. Me niego a conseguir otra cama, juntos estamos bien. Ahora ella también oye los ladridos. En las noches viene sumisa, espera que la acomode como mejor prefiero, que siempre es de frente, para sentir su aliento antes de que empiecen sus ronquidos. Después dejo que suelte esos resoplidos que parecen quejas, porque sé que se cansa más que antes, le cuesta acomodarse. A veces le viene un dolor en los riñones y ya no quiere cocinar ni hacer nada en la casa, se acumulan montones de basura en los rincones, el polvo va creando una capa encima de los muebles y del televisor. A mi sólo me importa que no se agoten las galletas Hukke, que tenemos por montones en el piso, y estar juntos sin que nadie nos moleste.
Día tras día iré a la cocina con mayor frecuencia, prepararé guisos bien calientes. Limpiaré la sala y cuidaré de ella. No tendrá que levantarse. Cambiaré las sábanas sin moverla mucho. Que en la noche se sienta protegida estrechada a mi brazo y que durante el día se regocije despierta sintiendo cómo el tiempo pasa dócilmente. A escondidas de mí se hundirá bajo las frazadas comiéndose algún bocado de más. Le perdonaré su pequeña falta mientras le ordeno sus cobijas y sentiré que poco a poco yo soy el que dispone de nuestras vidas, y el único que manda.
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