La pequeña silueta de un perro se proyectaba en el suelo, ascendía temblorosa por el espejo y el mapa de la pared. Se movía indecisa entre la cortina y el techo. Esa silueta era la más sencilla de formar, se necesitaba sólo una mano. Por eso, la hacías una y otra vez. Sabías que al abuelo le molestaba que tus figuras se posaran en la cortina. El no quería que los del otro lado lo vieran como una provocación o una burla. Tarde o temprano tocarían la puerta exigiendo una aclaración. No te imaginas cómo serán sus ropas o sus paraguas pero llevarán bigotes, estás seguro, como los del abuelo, que cuando te alza en sus brazos para besarte en la mejilla sientes un molesto raspón. La figura del conejo es la más arriesgada porque se necesitan las dos manos y parte de los brazos. Requiere completa atención para que la figura se mantenga unida. Temes que el abuelo te vea pero no puedes dejar de hacerla. En los días de aguacero la luz se va en todo San Pedro. Tú y tus abuelos están obligados a permanecer en la sala del comedor alrededor de una cimbreante y pequeña vela que ilumina toda la habitación con intermitencias casi imperceptibles. La abuela cree que ese cabo puede volcarse o que una gota de cera caliente puede escurrirse y caer sobre el mantel de flores. Por eso se queda alerta junto a la pequeña luz. El abuelo está irritado porque durante el día había comenzado a reparar un viejo radio de baterías y ahora que lo necesitaba no lo tenía listo. Concentrado en la reparación, de vez en cuando maldice como si temiera que la electricidad llegara antes de que pudiera arreglar el aparato. Tienes muchas ganas de hablar, pero si te pones a hacerlo la abuela te va a pellizcar o jalar un mechón porque no quiere que digas algo que irrite al abuelo. ¿Qué decir o qué callar? Nunca estás seguro. Algo tan inofensivo como recordar los días que pasaste con tu primo Rafael en el lago podría despertar su enojo porque es mencionar indirectamente a tus tíos, los que ya no cruzan palabra con él desde la última discusión. El abuelo atornillaba piezas, probaba las baterías mientras la lluvia arreciaba cada vez con más fuerza. Una corriente de aire frío se filtró y movió la pequeña llama. La abuela se sobresaltó. Te extrañaba su exagerado cuidado, pero no podías formular la pregunta; debías guardarla hasta que estuvieran los dos solos o cuando la radio estuviera encendida. Uno puede cuchichear con libertad mientras las noticias o el programa deportivo distraen al abuelo, quien fija la vista en algún punto del suelo.
En cualquier momento pueden detectar tus figuras, así que es mejor bajarte de la silla y quedarte en un extremo de la ventana. La calle es una ancha sombra donde distingues con dificultad algunas formas, crees ver personas esperando refugiadas bajo el borde del techo.
Te quedas observando si hacen algún movimiento. Deseas que la abuela no te llame para estar de nuevo junto a la vela encendida. Oyes las pequeñas ramas del ciruelo que caen sobre el techo. El viento llena la casa de crujidos. De pronto la habitación quedó a oscuras. El abuelo profirió un insulto y reclamó que la llama se encendiera otra vez. Pero la abuela tardaba demasiado en reaccionar. Recordaste que ella no había salido en todo el día y a ti no te había mandado a comprar nada. En medio de la oscuridad no podías moverte, no sabías por dónde ir sin tropezar con las patas de las sillas. Oíste los pasos menudos de la abuela saliendo del cuarto mientras el abuelo exigía con impaciencia que encendiera la llama. Parecía que ella buscaba en la cocina algo con qué encenderla, sin embargo al regresar se instaló en el lado opuesto y dijo que se le olvidó comprar más fósforos. Un ruido espantoso te asustó: las piezas de la radio rodaron por el piso.
Después de esto el abuelo se fue a su cuarto murmurando frases que no quieres escuchar. Mueves tus manos como si formaras las figuras del perro y la del conejo alternativamente imaginando cómo serían el tamaño y la perfección de sus contornos. Creíste que si hubiera alguna luz podrías crear figuras enormes en medio de la cortina de la ventana ahora que el abuelo no estaba cerca. Pero casi de inmediato la luz eléctrica regresó; la habitación cambió de aspecto. Veías la cortina iluminada sin posibilidad de proyectar ninguna figura allí. Quizás la próxima vez el conejo no te quede bien. Estás seguro de que ahora te mandarán a algún quehacer, en cualquier momento oirás la orden, llevarás la vela apagada a su lugar, o recogerás los trozos de la radio, o te mandarán al baño a prepararte para otra noche de sueño. En la cama te dejarás caer derrotado, entregado a otras figuras que se aparecerán sin que las formes: rostros con bigote, piezas de la radio, el abuelo gesticulando. Sabes que sus impresiones no te abandonarán en el día, durante el cual no podrás responder con tus propias figuras. Pedirás silenciosamente que la noche traiga a San Pedro un nuevo apagón.
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