jueves, 12 de mayo de 2016

Cambio en Brasil

No es broma. Temer es el nuevo presidente brasileño que no llegó por votos. Fue luego de que el Congreso  destituyera a Dilma. No hay mujeres ni negros en el nuevo Gabinete de Temer.

viernes, 22 de abril de 2016

Un ejemplo inspirador



Interesante lo de Renato Cisneros. Un novelista peruano de moda, se diría. Al menos vende mucho en estos tiempos. Se volcó a "husmear en los cajones de sus padres". Aquella enfermiza necesidad que muchos tenemos para entendernos. Rastrear la historia familiar de padres, tíos o abuelos. Tenemos la esperanza que si los comprendemos a ellos y sus heridas. Nos acercamos a sus victorias o fracasos nos comprendemos a nosotros mismos.
Realizar ese ejercicio si no se es escritor, puede ser doloros, incómodo o peligroso. El papá de Cisneros era general y fue ministro. Pero no se necesita ser hijo de una figura pública. Basta con ser hijo o ser nieto. Con un poco de curiosidad uno puede ser un investigador del pasado y siempre se encuentran cosas interesantes. Todo lo que uno encuentra sirve pero afecta o incomoda. A ver aquellos con similar inquietud a buscar un bolígrafo y un papel. Cisneros cuenta haberse inspirado en:   "La invención de la soledad", de Paul Auster; "Mi oído en su corazón" de Hanif Kureishi; "Experiencia" de Martin Amis; "El olvido que seremos", de Héctor Abad Faciolince; "Infancia", de J.M. Coetzee; y "La maleta de mi padre", de Orhan Pamuk, entre otros.
   

 

Tiempo de silencio

El trabajo es absorbente. Sufro de adicción al trabajo. La jornada laboral me atrapa y aquellos cuentos embrionarios. Aquellas imágenes que a veces aparecen en sueños, en sensaciones incómodas, nostálgicas se quedan allí como insectos molestos. No se cristalizan en producciones, en trabajos literarios.
    Mañana es un día muy especial: en 1564 nace el genio de la literatura inglesa William Shakespeare. Se murió un 23 de abril también pero de 1616, coincide con la de  Miguel de Cervantes Saavedra.

domingo, 24 de febrero de 2013

El Amarillo

Es la hora del color amarillo. Antes me alegraba. La aceleración motivadora, el frenazo oportuno y los juveniles rostros asomados en las ventanas. El amanecer portaba la alegría y movía en un concierto extrañamente armónico el laberinto. Yo, que odio las cosas domésticas, planchaba todos los domingos en la tarde. Era por el niño. El mismo que se iba en una de las cápsulas, que se detenía en la puerta y desaparecía en la calle, embarcado rumbo al Norte. Cápsulas que siguen roncando ahora con un dejo nostálgico y lo que antes era frenesí hoy es locura pura. Ruido de todas las mañanas. Cuando la casa vacía aprieta, el sueño se interrumpe por los ecos borrosos y segura estoy que los domingos en la tarde seguiré sin plancharle a nadie.

miércoles, 19 de mayo de 2010

Desaparecidos

El abuelo roncaba. Los perros del callejón reaccionaban ruidosos a los ladridos provenientes de otras calles. El cuarto donde dormíamos era pequeño y el alto ropero ubicado al frente de las camas lo hacía mínimo. En noches de insomnio pensaba que el ropero había sido hecho en una época lejana para otro tipo de casa. Sus formas opulentas eran más apropiadas para una vivienda inmensa. En la nuestra sólo acentuaba la desnuda sencillez de las paredes y repisas. Mantenía mis ojos abiertos hasta bien entrada la noche por el temor de que al dormirnos ese bulto sombrío perturbara nuestros sueños.
Una noche soñé que el mueble navegaba en un río al ritmo de la turbulenta corriente como un enorme y extraño bote. Arrastraba a un desesperado tripulante que parecía ahogarse adentro, sacudiendo y alzando las manos huesudas. El mueble avanzaba lentamente, tropezándose con la gruesas raíces de los árboles de la orilla. En el sueño contemplaba la escena fascinado por un terror que me impedía huir. Desperté sobresaltado de madrugada. Vi que la ventana comenzaba a iluminarse, mientras a mi lado la abuela estaba muy quieta.
En la mañana, el ropero no me provocaba extrañeza ni asombro. Si no tuviera un útil espejo ante el que me vestía ni siquiera me hubiera fijado en él. Quería olvidarme del sueño aunque la impresión de ver al hombre avanzando por ese extraño río no desaparecía. Me vestí rápido, luchando por no entumirme de frío. La casa se volvía más cálida y agradabable por la pequeña estufa. Entré con rapidez a la sala para que no escapara el calor encerrado. Ya habían desayunado. El abuelo leía el periódico. La abuela limpiaba lentejas junto a la estufa. Los saludé y en silencio bebí un té humeante. De pronto y sin pensarlo dije que iba a jugar un rato afuera. Tenía la conciencia tranquila, no había hecho nada que me impidiera salir al patio. Permanecieron en silencio, salí con mi pelota. Si no llovía y uno tenía un balón era siempre un buen día. Comencé un partido de fútbol.
Era el único jugador pero la pared del fondo era una eficaz portería donde yo imaginaba a un sagaz arquero. Pateaba una y otra vez la esfera al arco tratando de que los rebotes no fueran a parar al pozo del desagüe. Era desagradable sacarla de adentro. Desde que lo cambiaron de lugar junto al ciruelo era fácil que algún rebote pusiera el balón allí. El juego ganó velocidad y comencé a sudar. Me fui cansando y al descuidarme la pelota rodó hasta caer en el inundado hueco. Maldije mi suerte y enseguida busqué unas viejas tablas que me servían para sacarla. Miré adentro y sentí un mareo. No era el asco por los desperdicios ni la espesa agua grasosa. Era el miedo glacial que se tiene frente a un cadáver. No me engañaba, imponente y apacible flotaba boca arriba. Tenía los ojos abiertos, clavados en el cielo nebuloso. Traté de encontrar algún indicio de su identidad o de la razón de su muerte. Sus manos huesudas, aunque ahora estaban quietas y sucias, eran inconfundibles. ¿ Cómo había llegado allí ? ¿ Qué había pasado
en el sueño que yo no recordaba ? Miré alrededor. En los patios vecinos reinaba el silencio. Solté las tablas y con determinación me dirigí a la pequeña cocina. Debía buscar a la abuela, pero como cada domingo se encontraba reunida con mis tíos. Al entrar me recibieron con bromas y me dieron palmadas calurosas en la espalda. Miré a la abuela tratando de decirle lo que había encontrado pero estaba entretenida con la ruidosa y corta visita.
Afuera todo se mantenía en silencio. Abrí la puerta de la sala y vi al abuelo armando un rompecabezas. Me asomé a la ventana que daba al patio.
El vidrio tenía una capa de polvo que no dejaba ver con claridad. Me pregunté si era mejor olvidarme del asunto y dejar que ellos lo supieran por sí mismos. O intentar llevar al abuelo al patio y acabar con ese peso que me había echado en los hombros. Debía contarle con una frase corta y efectiva. Pero al verlo ocupado en unir las piezas de un enorme buque blanco no dije nada. Ya se sentía el olor penetrante del almuerzo. Cuando los tíos, risueños y ruidosos se fueron, dejaron tras de sí la casa silenciosa, que ahora parecía abandonada. La abuela con maneras nerviosas puso los cubiertos y los platos sin anunciar que el almuerzo estaba listo.
El abuelo se sentó en la cabecera de la mesa mientras ella servía la comida. Sus mejillas, sin maquillaje, estaban pálidas. ¿ Habrían hablado sobre el pozo ? Me atreví a preguntar qué había de postre. La abuela me respondió y encendió la radio. Se oyó la familiar voz del locutor de la Radio Bío-Bío. Ninguno de los tres interrumpió la relación de las noticias. Me concentré en el almuerzo y comí sin apetito. ¿ Hasta cuando nadie iba a hablar de ello ? Los miré con atención. Imaginé que mis abuelos esperaban que fuéramos tres personas serenas y silenciosas, que intentáramos pasar ese domingo como otros tantos días. Cuando sentí la lluvia que caía suavemente sobre el zinc pensé que el pozo iba a estar tan inundado como en invierno. La abuela iba a preparar café. Si me fuera con ella, en la cocina iban a acabar mis problemas, pero cuando pasó a mi lado me presionó con intención el hombro, como si quisiera que me quedase allí. En la radio estaban dando el estado del tiempo. Tuve ganas de que la hora de la siesta viniera pronto. La llovizna se intensificaba con un sonido sordo. Ella le puso más parafina a la estufa mientras el abuelo unía las piezas de un
enorme mastil. Bostecé con desenfado y me estiré en la silla, como si tuviera sueño y fuera una tarde cualquiera. Dije que iba a ir al cuarto, pero no me atreví a cruzar el umbral, temeroso de ver nuevamente el ropero.
En ese momento juré no quedarme dormido frente a él. El recuerdo del hombre del pozo se me hacía insoportable. La abuela me llevó a la cama, me desvistió con cariño e intentó consolarme. Entre balbuceos y frases entrecortadas le hablé de mi pesadilla y de mi hallazgo. Temí que no me creyera. Pero no se sorprendió, ni siquiera cuando le conté los detalles más descabellados. Parecía estar más enterada que yo. Me escuchó atenta y con un tono dulce me explicó que debía dejar de temer, porque lo del pozo no ocurría con mucha frecuencia. Y agregó para tranquilizarme: ‘‘Tapamos el pozo y cavamos otro. Todavía queda espacio’’.
Entre la bruma de un largo sollozo comencé a entender mientras la lluvia seguía cayendo y grandes charcos se formaban en el patio.

lunes, 29 de marzo de 2010

A la espera

La pequeña silueta de un perro se proyectaba en el suelo, ascendía temblorosa por el espejo y el mapa de la pared. Se movía indecisa entre la cortina y el techo. Esa silueta era la más sencilla de formar, se necesitaba sólo una mano. Por eso, la hacías una y otra vez. Sabías que al abuelo le molestaba que tus figuras se posaran en la cortina. El no quería que los del otro lado lo vieran como una provocación o una burla. Tarde o temprano tocarían la puerta exigiendo una aclaración. No te imaginas cómo serán sus ropas o sus paraguas pero llevarán bigotes, estás seguro, como los del abuelo, que cuando te alza en sus brazos para besarte en la mejilla sientes un molesto raspón. La figura del conejo es la más arriesgada porque se necesitan las dos manos y parte de los brazos. Requiere completa atención para que la figura se mantenga unida. Temes que el abuelo te vea pero no puedes dejar de hacerla. En los días de aguacero la luz se va en todo San Pedro. Tú y tus abuelos están obligados a permanecer en la sala del comedor alrededor de una cimbreante y pequeña vela que ilumina toda la habitación con intermitencias casi imperceptibles. La abuela cree que ese cabo puede volcarse o que una gota de cera caliente puede escurrirse y caer sobre el mantel de flores. Por eso se queda alerta junto a la pequeña luz. El abuelo está irritado porque durante el día había comenzado a reparar un viejo radio de baterías y ahora que lo necesitaba no lo tenía listo. Concentrado en la reparación, de vez en cuando maldice como si temiera que la electricidad llegara antes de que pudiera arreglar el aparato. Tienes muchas ganas de hablar, pero si te pones a hacerlo la abuela te va a pellizcar o jalar un mechón porque no quiere que digas algo que irrite al abuelo. ¿Qué decir o qué callar? Nunca estás seguro. Algo tan inofensivo como recordar los días que pasaste con tu primo Rafael en el lago podría despertar su enojo porque es mencionar indirectamente a tus tíos, los que ya no cruzan palabra con él desde la última discusión. El abuelo atornillaba piezas, probaba las baterías mientras la lluvia arreciaba cada vez con más fuerza. Una corriente de aire frío se filtró y movió la pequeña llama. La abuela se sobresaltó. Te extrañaba su exagerado cuidado, pero no podías formular la pregunta; debías guardarla hasta que estuvieran los dos solos o cuando la radio estuviera encendida. Uno puede cuchichear con libertad mientras las noticias o el programa deportivo distraen al abuelo, quien fija la vista en algún punto del suelo.

En cualquier momento pueden detectar tus figuras, así que es mejor bajarte de la silla y quedarte en un extremo de la ventana. La calle es una ancha sombra donde distingues con dificultad algunas formas, crees ver personas esperando refugiadas bajo el borde del techo.

Te quedas observando si hacen algún movimiento. Deseas que la abuela no te llame para estar de nuevo junto a la vela encendida. Oyes las pequeñas ramas del ciruelo que caen sobre el techo. El viento llena la casa de crujidos. De pronto la habitación quedó a oscuras. El abuelo profirió un insulto y reclamó que la llama se encendiera otra vez. Pero la abuela tardaba demasiado en reaccionar. Recordaste que ella no había salido en todo el día y a ti no te había mandado a comprar nada. En medio de la oscuridad no podías moverte, no sabías por dónde ir sin tropezar con las patas de las sillas. Oíste los pasos menudos de la abuela saliendo del cuarto mientras el abuelo exigía con impaciencia que encendiera la llama. Parecía que ella buscaba en la cocina algo con qué encenderla, sin embargo al regresar se instaló en el lado opuesto y dijo que se le olvidó comprar más fósforos. Un ruido espantoso te asustó: las piezas de la radio rodaron por el piso.

Después de esto el abuelo se fue a su cuarto murmurando frases que no quieres escuchar. Mueves tus manos como si formaras las figuras del perro y la del conejo alternativamente imaginando cómo serían el tamaño y la perfección de sus contornos. Creíste que si hubiera alguna luz podrías crear figuras enormes en medio de la cortina de la ventana ahora que el abuelo no estaba cerca. Pero casi de inmediato la luz eléctrica regresó; la habitación cambió de aspecto. Veías la cortina iluminada sin posibilidad de proyectar ninguna figura allí. Quizás la próxima vez el conejo no te quede bien. Estás seguro de que ahora te mandarán a algún quehacer, en cualquier momento oirás la orden, llevarás la vela apagada a su lugar, o recogerás los trozos de la radio, o te mandarán al baño a prepararte para otra noche de sueño. En la cama te dejarás caer derrotado, entregado a otras figuras que se aparecerán sin que las formes: rostros con bigote, piezas de la radio, el abuelo gesticulando. Sabes que sus impresiones no te abandonarán en el día, durante el cual no podrás responder con tus propias figuras. Pedirás silenciosamente que la noche traiga a San Pedro un nuevo apagón.

La viña del patio

(Estas horas son lentas y hay demasiada luz. Las uvas del patio aún están verdes, la casa está en orden y tienes que distraerte con alguna cosa. Tomas las barajas e intentas interesarte en el solitario. Piensas que el niño está demasiado quieto. No sabes si duerme. El número trece es muy difícil de encontrar, ya has barajado varias veces. Miras el ajedrez intacto en su caja desde hace mucho. No has logrado que el niño sea un aguerrido rival. Quieres que comparta tus pasatiempos, se entusiasme con lo que a ti te gusta. Pero no aparece, si es que se levantó anda por allí entretenido en algún cuarto. Recuerdas que el crucigrama del periódico está sin hacer, si te concentras puedes demorarte hasta el noticiero de las dos).

El niño despierta y descubre que no hay nadie durmiendo con él. El frío de la mañana lo obliga a vestirse bajo las frazadas. No sabe quién está en la casa pero por las cortinas cerradas cree que sólo está el abuelo. Está seguro de que si se queda haciéndose el dormido él vendrá a buscarlo para obligarlo a cumplir con alguna tarea en la casa.

Cuando la abuela no va a la ciudad él procura mantenerse próximo a ella todo el día, protegido de exigencias o regaños. Sería tan bueno que ella no saliera nunca. Con ella en casa puede hacer dibujos en el pizarrón o llevar a la sala la colección de pequeñas baterías, pero como ella no está no sabe qué esperar. Depende del humor del abuelo que cambia con el transcurso del día. Le inquieta saber que muy pronto las uvas madurarán y él querrá que lo ayudes a hacer jugo de uva.

(La saludas levemente cuando llega con sus bolsas repletas. Ella va a la cocina, rellena los estantes, pule las ollas y prepara comida para varios días. Te molesta su actividad incesante, la energía que te falta y que revela tu lentitud ociosa. Le exiges silencio cuando se acerca y finges concentración en el crucigrama del periódico o en las páginas del diccionario. No quieres oír que te hable de su trabajo ni de sus compras. Quisieras que se quedara tranquila junto a ti, confiada en que te llamen en cualquier momento para algún empleo. ¿Cuándo fue la última vez que te levantaste para ir al trabajo? Al principio llevabas la cuenta, marcabas los días en un pequeño calendario que tenías escondido en la camisa; hoy no lo sabes a ciencia cierta, pero es seguro que ya son años. Entonces te levantabas con un poco de soberbia. Eras el único que salía de saco y corbata de tu calle. Además te gustaba empuñar el maletín de cuero, que siempre estaba cargado hasta el tope. Llevabas la contabilidad en una distribuidora de maderas, te sentías la piedra angular, la base, el límite de algo indefinido que se formaba en la loca carrera de comprar y vender. Tú ibas detrás contabilizando las ventas, registrando los progresos y retrocesos, recogiendo del suelo boletas y comprobantes, adelantándote al aseador, revisando los bolsillos de algunos empleados olvidadizos. Ahora, sin un empleo te cuesta encontrar un motivo para iniciar la mañana. Los primeros meses te levantabas sólo por el desayuno. Pero con el transcurso del tiempo tienes menos deseos de comer. Cada vez te levantas más tarde, casi con tiempo suficiente para asearte, vestirte y esperar el almuerzo. El niño se asoma a la ventana para ver si Manuel anda cerca: no puede ir a jugar al momento pero a lo mejor planean algo para la tarde. Desde que se mudó viene muy poco al barrio, era el único amigo que el abuelo le permitía, aunque con Manuel buscaban a otros con los que iban al parque central, se subían a los juegos mecánicos y al fuerte antiguo. Con él conoció sitios que su abuelo le tenía prohibido visitar, como el cerro de la basura. Encontraban muchos desperdicios acumulados pero también objetos curiosos y atractivos: lámparas antiguas, numerosas baterías, relojes descompuestos. Tu mujer quiere mudarse de San Pedro pero la renta es tan barata en este callejón. Nos cambiaremos cuando yo consiga un trabajo, le aseguras. Aunque no hay una sola noche que regreses a casa sin que los perros te sientan. Sus ladridos te provocan, les lanzas piedras e insultas a sus dueños que algunas veces también salen a enfrentarte. Después hay una persona más a la que le quitas el saludo. Odias San Pedro por sus perros, por alguna de su gente, pero también por el polvo que lo impregna todo. El viento insistente filtra tierra hasta dentro de la misma casa, cayendo en la ropa limpia y sobre las camas. Lo que no cambias por nada es el pequeño parrón de uvas verdes. Te gusta contemplarlo todos los días un rato, tratas de detectar cómo van madurando los racimos).

Con un paso sigiloso el niño va de un cuarto a otro esperando encontrar a alguien en cualquier momento. Se queda dentro de la casa, no quiere asomarse al patio porque no soporta la visión de la pequeña viña. Las uvas le recuerdan que en cualquier momento debe impregnarse con el molesto jugo. Recorre las habitaciones, ve las camas sin hacer, las ventanas cerradas. Todo se mantiene muy quieto y silencioso. Comprueba que está a solas en los amplios espacios de la casa. La sala es mía, piensa. Puede disponer de los adornos, los libros y de las frutas de la bandeja. Cambia de silla y se sienta en cada una de modo diferente. Espera que demoren mucho en llegar, por lo menos hasta el ocaso. Le gusta estar solo en la casa pero no cuando está oscuro. En ese momento desea oír el ruido de las llaves de la abuela.

(Pasa el tiempo y por fin llega el día que esperabas. Despiertas antes del amanecer y te diriges al patio . El pequeño viñedo dio sus frutos como todos los años. Durante la mañana realizas la cosecha, desgranas los racimos y las uvas las dejas en agua. Al mediodía vas al cuarto del niño y lo ves durmiendo destapado. No lo despiertas enseguida. Debes lavar sus piernas y pies. Te acercas a su lecho y lo mueves quedamente para que no se sobresalte).



El niño se deja llevar a la cocina; descalzo, entra al recipiente de agua tibia y se queda allí. Una vez cada año tiene que prestarse para pisotear los gajos de uva. Siente bajo las plantas de sus pies cómo se revientan y va saliendo el jugo dulce. No alcanza a aplastar con suficiente fuerza y el abuelo lo aprieta hasta lastimarlo para que exprima mayor cantidad.

(Tiempo después, cuando el jugo ha dejado de ser dulce, el niño y el abuelo están sentados uno al lado del otro frente a la mesa. Te sientes reconfortado. Todo es un motivo para reír. Los recuerdos felices, las anécdotas de tu juventud y tus opiniones fluyen rápidas. Lo viertes todo en los pequeños oídos del niño, que te mira muy atento, como si recibiera una lección. Lo rodeas con tu brazo gordo).

El niño con su mirada quiere incomodarlo, que se calle. No conoce otra forma de escapar. Las frases y risas se suceden ruidosas, hasta que se desvanecen con el transcurso de la tarde. La sed de meses se va saciando.

Al rato, las botellas vacías anuncian el fin. Te parece increíble que después de meses de espera para que madure la fruta y fermente, en unas pocas tardes el vino se acabe. Vas al patio, palpas las ramas y planeas cómo será la poda; mientras el niño caminando silencioso junto a ti comienza a desear que la próxima cosecha se malogre.