El abuelo roncaba. Los perros del callejón reaccionaban ruidosos a los ladridos provenientes de otras calles. El cuarto donde dormíamos era pequeño y el alto ropero ubicado al frente de las camas lo hacía mínimo. En noches de insomnio pensaba que el ropero había sido hecho en una época lejana para otro tipo de casa. Sus formas opulentas eran más apropiadas para una vivienda inmensa. En la nuestra sólo acentuaba la desnuda sencillez de las paredes y repisas. Mantenía mis ojos abiertos hasta bien entrada la noche por el temor de que al dormirnos ese bulto sombrío perturbara nuestros sueños.
Una noche soñé que el mueble navegaba en un río al ritmo de la turbulenta corriente como un enorme y extraño bote. Arrastraba a un desesperado tripulante que parecía ahogarse adentro, sacudiendo y alzando las manos huesudas. El mueble avanzaba lentamente, tropezándose con la gruesas raíces de los árboles de la orilla. En el sueño contemplaba la escena fascinado por un terror que me impedía huir. Desperté sobresaltado de madrugada. Vi que la ventana comenzaba a iluminarse, mientras a mi lado la abuela estaba muy quieta.
En la mañana, el ropero no me provocaba extrañeza ni asombro. Si no tuviera un útil espejo ante el que me vestía ni siquiera me hubiera fijado en él. Quería olvidarme del sueño aunque la impresión de ver al hombre avanzando por ese extraño río no desaparecía. Me vestí rápido, luchando por no entumirme de frío. La casa se volvía más cálida y agradabable por la pequeña estufa. Entré con rapidez a la sala para que no escapara el calor encerrado. Ya habían desayunado. El abuelo leía el periódico. La abuela limpiaba lentejas junto a la estufa. Los saludé y en silencio bebí un té humeante. De pronto y sin pensarlo dije que iba a jugar un rato afuera. Tenía la conciencia tranquila, no había hecho nada que me impidiera salir al patio. Permanecieron en silencio, salí con mi pelota. Si no llovía y uno tenía un balón era siempre un buen día. Comencé un partido de fútbol.
Era el único jugador pero la pared del fondo era una eficaz portería donde yo imaginaba a un sagaz arquero. Pateaba una y otra vez la esfera al arco tratando de que los rebotes no fueran a parar al pozo del desagüe. Era desagradable sacarla de adentro. Desde que lo cambiaron de lugar junto al ciruelo era fácil que algún rebote pusiera el balón allí. El juego ganó velocidad y comencé a sudar. Me fui cansando y al descuidarme la pelota rodó hasta caer en el inundado hueco. Maldije mi suerte y enseguida busqué unas viejas tablas que me servían para sacarla. Miré adentro y sentí un mareo. No era el asco por los desperdicios ni la espesa agua grasosa. Era el miedo glacial que se tiene frente a un cadáver. No me engañaba, imponente y apacible flotaba boca arriba. Tenía los ojos abiertos, clavados en el cielo nebuloso. Traté de encontrar algún indicio de su identidad o de la razón de su muerte. Sus manos huesudas, aunque ahora estaban quietas y sucias, eran inconfundibles. ¿ Cómo había llegado allí ? ¿ Qué había pasado
en el sueño que yo no recordaba ? Miré alrededor. En los patios vecinos reinaba el silencio. Solté las tablas y con determinación me dirigí a la pequeña cocina. Debía buscar a la abuela, pero como cada domingo se encontraba reunida con mis tíos. Al entrar me recibieron con bromas y me dieron palmadas calurosas en la espalda. Miré a la abuela tratando de decirle lo que había encontrado pero estaba entretenida con la ruidosa y corta visita.
Afuera todo se mantenía en silencio. Abrí la puerta de la sala y vi al abuelo armando un rompecabezas. Me asomé a la ventana que daba al patio.
El vidrio tenía una capa de polvo que no dejaba ver con claridad. Me pregunté si era mejor olvidarme del asunto y dejar que ellos lo supieran por sí mismos. O intentar llevar al abuelo al patio y acabar con ese peso que me había echado en los hombros. Debía contarle con una frase corta y efectiva. Pero al verlo ocupado en unir las piezas de un enorme buque blanco no dije nada. Ya se sentía el olor penetrante del almuerzo. Cuando los tíos, risueños y ruidosos se fueron, dejaron tras de sí la casa silenciosa, que ahora parecía abandonada. La abuela con maneras nerviosas puso los cubiertos y los platos sin anunciar que el almuerzo estaba listo.
El abuelo se sentó en la cabecera de la mesa mientras ella servía la comida. Sus mejillas, sin maquillaje, estaban pálidas. ¿ Habrían hablado sobre el pozo ? Me atreví a preguntar qué había de postre. La abuela me respondió y encendió la radio. Se oyó la familiar voz del locutor de la Radio Bío-Bío. Ninguno de los tres interrumpió la relación de las noticias. Me concentré en el almuerzo y comí sin apetito. ¿ Hasta cuando nadie iba a hablar de ello ? Los miré con atención. Imaginé que mis abuelos esperaban que fuéramos tres personas serenas y silenciosas, que intentáramos pasar ese domingo como otros tantos días. Cuando sentí la lluvia que caía suavemente sobre el zinc pensé que el pozo iba a estar tan inundado como en invierno. La abuela iba a preparar café. Si me fuera con ella, en la cocina iban a acabar mis problemas, pero cuando pasó a mi lado me presionó con intención el hombro, como si quisiera que me quedase allí. En la radio estaban dando el estado del tiempo. Tuve ganas de que la hora de la siesta viniera pronto. La llovizna se intensificaba con un sonido sordo. Ella le puso más parafina a la estufa mientras el abuelo unía las piezas de un
enorme mastil. Bostecé con desenfado y me estiré en la silla, como si tuviera sueño y fuera una tarde cualquiera. Dije que iba a ir al cuarto, pero no me atreví a cruzar el umbral, temeroso de ver nuevamente el ropero.
En ese momento juré no quedarme dormido frente a él. El recuerdo del hombre del pozo se me hacía insoportable. La abuela me llevó a la cama, me desvistió con cariño e intentó consolarme. Entre balbuceos y frases entrecortadas le hablé de mi pesadilla y de mi hallazgo. Temí que no me creyera. Pero no se sorprendió, ni siquiera cuando le conté los detalles más descabellados. Parecía estar más enterada que yo. Me escuchó atenta y con un tono dulce me explicó que debía dejar de temer, porque lo del pozo no ocurría con mucha frecuencia. Y agregó para tranquilizarme: ‘‘Tapamos el pozo y cavamos otro. Todavía queda espacio’’.
Entre la bruma de un largo sollozo comencé a entender mientras la lluvia seguía cayendo y grandes charcos se formaban en el patio.
Mario Andrés Muñoz ha trabajado pacientemente en relatos, narraciones y cuentos guiándose por esa definición de que la literatura es un murmullo de la memoria.
miércoles, 19 de mayo de 2010
lunes, 29 de marzo de 2010
A la espera
La pequeña silueta de un perro se proyectaba en el suelo, ascendía temblorosa por el espejo y el mapa de la pared. Se movía indecisa entre la cortina y el techo. Esa silueta era la más sencilla de formar, se necesitaba sólo una mano. Por eso, la hacías una y otra vez. Sabías que al abuelo le molestaba que tus figuras se posaran en la cortina. El no quería que los del otro lado lo vieran como una provocación o una burla. Tarde o temprano tocarían la puerta exigiendo una aclaración. No te imaginas cómo serán sus ropas o sus paraguas pero llevarán bigotes, estás seguro, como los del abuelo, que cuando te alza en sus brazos para besarte en la mejilla sientes un molesto raspón. La figura del conejo es la más arriesgada porque se necesitan las dos manos y parte de los brazos. Requiere completa atención para que la figura se mantenga unida. Temes que el abuelo te vea pero no puedes dejar de hacerla. En los días de aguacero la luz se va en todo San Pedro. Tú y tus abuelos están obligados a permanecer en la sala del comedor alrededor de una cimbreante y pequeña vela que ilumina toda la habitación con intermitencias casi imperceptibles. La abuela cree que ese cabo puede volcarse o que una gota de cera caliente puede escurrirse y caer sobre el mantel de flores. Por eso se queda alerta junto a la pequeña luz. El abuelo está irritado porque durante el día había comenzado a reparar un viejo radio de baterías y ahora que lo necesitaba no lo tenía listo. Concentrado en la reparación, de vez en cuando maldice como si temiera que la electricidad llegara antes de que pudiera arreglar el aparato. Tienes muchas ganas de hablar, pero si te pones a hacerlo la abuela te va a pellizcar o jalar un mechón porque no quiere que digas algo que irrite al abuelo. ¿Qué decir o qué callar? Nunca estás seguro. Algo tan inofensivo como recordar los días que pasaste con tu primo Rafael en el lago podría despertar su enojo porque es mencionar indirectamente a tus tíos, los que ya no cruzan palabra con él desde la última discusión. El abuelo atornillaba piezas, probaba las baterías mientras la lluvia arreciaba cada vez con más fuerza. Una corriente de aire frío se filtró y movió la pequeña llama. La abuela se sobresaltó. Te extrañaba su exagerado cuidado, pero no podías formular la pregunta; debías guardarla hasta que estuvieran los dos solos o cuando la radio estuviera encendida. Uno puede cuchichear con libertad mientras las noticias o el programa deportivo distraen al abuelo, quien fija la vista en algún punto del suelo.
En cualquier momento pueden detectar tus figuras, así que es mejor bajarte de la silla y quedarte en un extremo de la ventana. La calle es una ancha sombra donde distingues con dificultad algunas formas, crees ver personas esperando refugiadas bajo el borde del techo.
Te quedas observando si hacen algún movimiento. Deseas que la abuela no te llame para estar de nuevo junto a la vela encendida. Oyes las pequeñas ramas del ciruelo que caen sobre el techo. El viento llena la casa de crujidos. De pronto la habitación quedó a oscuras. El abuelo profirió un insulto y reclamó que la llama se encendiera otra vez. Pero la abuela tardaba demasiado en reaccionar. Recordaste que ella no había salido en todo el día y a ti no te había mandado a comprar nada. En medio de la oscuridad no podías moverte, no sabías por dónde ir sin tropezar con las patas de las sillas. Oíste los pasos menudos de la abuela saliendo del cuarto mientras el abuelo exigía con impaciencia que encendiera la llama. Parecía que ella buscaba en la cocina algo con qué encenderla, sin embargo al regresar se instaló en el lado opuesto y dijo que se le olvidó comprar más fósforos. Un ruido espantoso te asustó: las piezas de la radio rodaron por el piso.
Después de esto el abuelo se fue a su cuarto murmurando frases que no quieres escuchar. Mueves tus manos como si formaras las figuras del perro y la del conejo alternativamente imaginando cómo serían el tamaño y la perfección de sus contornos. Creíste que si hubiera alguna luz podrías crear figuras enormes en medio de la cortina de la ventana ahora que el abuelo no estaba cerca. Pero casi de inmediato la luz eléctrica regresó; la habitación cambió de aspecto. Veías la cortina iluminada sin posibilidad de proyectar ninguna figura allí. Quizás la próxima vez el conejo no te quede bien. Estás seguro de que ahora te mandarán a algún quehacer, en cualquier momento oirás la orden, llevarás la vela apagada a su lugar, o recogerás los trozos de la radio, o te mandarán al baño a prepararte para otra noche de sueño. En la cama te dejarás caer derrotado, entregado a otras figuras que se aparecerán sin que las formes: rostros con bigote, piezas de la radio, el abuelo gesticulando. Sabes que sus impresiones no te abandonarán en el día, durante el cual no podrás responder con tus propias figuras. Pedirás silenciosamente que la noche traiga a San Pedro un nuevo apagón.
En cualquier momento pueden detectar tus figuras, así que es mejor bajarte de la silla y quedarte en un extremo de la ventana. La calle es una ancha sombra donde distingues con dificultad algunas formas, crees ver personas esperando refugiadas bajo el borde del techo.
Te quedas observando si hacen algún movimiento. Deseas que la abuela no te llame para estar de nuevo junto a la vela encendida. Oyes las pequeñas ramas del ciruelo que caen sobre el techo. El viento llena la casa de crujidos. De pronto la habitación quedó a oscuras. El abuelo profirió un insulto y reclamó que la llama se encendiera otra vez. Pero la abuela tardaba demasiado en reaccionar. Recordaste que ella no había salido en todo el día y a ti no te había mandado a comprar nada. En medio de la oscuridad no podías moverte, no sabías por dónde ir sin tropezar con las patas de las sillas. Oíste los pasos menudos de la abuela saliendo del cuarto mientras el abuelo exigía con impaciencia que encendiera la llama. Parecía que ella buscaba en la cocina algo con qué encenderla, sin embargo al regresar se instaló en el lado opuesto y dijo que se le olvidó comprar más fósforos. Un ruido espantoso te asustó: las piezas de la radio rodaron por el piso.
Después de esto el abuelo se fue a su cuarto murmurando frases que no quieres escuchar. Mueves tus manos como si formaras las figuras del perro y la del conejo alternativamente imaginando cómo serían el tamaño y la perfección de sus contornos. Creíste que si hubiera alguna luz podrías crear figuras enormes en medio de la cortina de la ventana ahora que el abuelo no estaba cerca. Pero casi de inmediato la luz eléctrica regresó; la habitación cambió de aspecto. Veías la cortina iluminada sin posibilidad de proyectar ninguna figura allí. Quizás la próxima vez el conejo no te quede bien. Estás seguro de que ahora te mandarán a algún quehacer, en cualquier momento oirás la orden, llevarás la vela apagada a su lugar, o recogerás los trozos de la radio, o te mandarán al baño a prepararte para otra noche de sueño. En la cama te dejarás caer derrotado, entregado a otras figuras que se aparecerán sin que las formes: rostros con bigote, piezas de la radio, el abuelo gesticulando. Sabes que sus impresiones no te abandonarán en el día, durante el cual no podrás responder con tus propias figuras. Pedirás silenciosamente que la noche traiga a San Pedro un nuevo apagón.
La viña del patio
(Estas horas son lentas y hay demasiada luz. Las uvas del patio aún están verdes, la casa está en orden y tienes que distraerte con alguna cosa. Tomas las barajas e intentas interesarte en el solitario. Piensas que el niño está demasiado quieto. No sabes si duerme. El número trece es muy difícil de encontrar, ya has barajado varias veces. Miras el ajedrez intacto en su caja desde hace mucho. No has logrado que el niño sea un aguerrido rival. Quieres que comparta tus pasatiempos, se entusiasme con lo que a ti te gusta. Pero no aparece, si es que se levantó anda por allí entretenido en algún cuarto. Recuerdas que el crucigrama del periódico está sin hacer, si te concentras puedes demorarte hasta el noticiero de las dos).
El niño despierta y descubre que no hay nadie durmiendo con él. El frío de la mañana lo obliga a vestirse bajo las frazadas. No sabe quién está en la casa pero por las cortinas cerradas cree que sólo está el abuelo. Está seguro de que si se queda haciéndose el dormido él vendrá a buscarlo para obligarlo a cumplir con alguna tarea en la casa.
Cuando la abuela no va a la ciudad él procura mantenerse próximo a ella todo el día, protegido de exigencias o regaños. Sería tan bueno que ella no saliera nunca. Con ella en casa puede hacer dibujos en el pizarrón o llevar a la sala la colección de pequeñas baterías, pero como ella no está no sabe qué esperar. Depende del humor del abuelo que cambia con el transcurso del día. Le inquieta saber que muy pronto las uvas madurarán y él querrá que lo ayudes a hacer jugo de uva.
(La saludas levemente cuando llega con sus bolsas repletas. Ella va a la cocina, rellena los estantes, pule las ollas y prepara comida para varios días. Te molesta su actividad incesante, la energía que te falta y que revela tu lentitud ociosa. Le exiges silencio cuando se acerca y finges concentración en el crucigrama del periódico o en las páginas del diccionario. No quieres oír que te hable de su trabajo ni de sus compras. Quisieras que se quedara tranquila junto a ti, confiada en que te llamen en cualquier momento para algún empleo. ¿Cuándo fue la última vez que te levantaste para ir al trabajo? Al principio llevabas la cuenta, marcabas los días en un pequeño calendario que tenías escondido en la camisa; hoy no lo sabes a ciencia cierta, pero es seguro que ya son años. Entonces te levantabas con un poco de soberbia. Eras el único que salía de saco y corbata de tu calle. Además te gustaba empuñar el maletín de cuero, que siempre estaba cargado hasta el tope. Llevabas la contabilidad en una distribuidora de maderas, te sentías la piedra angular, la base, el límite de algo indefinido que se formaba en la loca carrera de comprar y vender. Tú ibas detrás contabilizando las ventas, registrando los progresos y retrocesos, recogiendo del suelo boletas y comprobantes, adelantándote al aseador, revisando los bolsillos de algunos empleados olvidadizos. Ahora, sin un empleo te cuesta encontrar un motivo para iniciar la mañana. Los primeros meses te levantabas sólo por el desayuno. Pero con el transcurso del tiempo tienes menos deseos de comer. Cada vez te levantas más tarde, casi con tiempo suficiente para asearte, vestirte y esperar el almuerzo. El niño se asoma a la ventana para ver si Manuel anda cerca: no puede ir a jugar al momento pero a lo mejor planean algo para la tarde. Desde que se mudó viene muy poco al barrio, era el único amigo que el abuelo le permitía, aunque con Manuel buscaban a otros con los que iban al parque central, se subían a los juegos mecánicos y al fuerte antiguo. Con él conoció sitios que su abuelo le tenía prohibido visitar, como el cerro de la basura. Encontraban muchos desperdicios acumulados pero también objetos curiosos y atractivos: lámparas antiguas, numerosas baterías, relojes descompuestos. Tu mujer quiere mudarse de San Pedro pero la renta es tan barata en este callejón. Nos cambiaremos cuando yo consiga un trabajo, le aseguras. Aunque no hay una sola noche que regreses a casa sin que los perros te sientan. Sus ladridos te provocan, les lanzas piedras e insultas a sus dueños que algunas veces también salen a enfrentarte. Después hay una persona más a la que le quitas el saludo. Odias San Pedro por sus perros, por alguna de su gente, pero también por el polvo que lo impregna todo. El viento insistente filtra tierra hasta dentro de la misma casa, cayendo en la ropa limpia y sobre las camas. Lo que no cambias por nada es el pequeño parrón de uvas verdes. Te gusta contemplarlo todos los días un rato, tratas de detectar cómo van madurando los racimos).
Con un paso sigiloso el niño va de un cuarto a otro esperando encontrar a alguien en cualquier momento. Se queda dentro de la casa, no quiere asomarse al patio porque no soporta la visión de la pequeña viña. Las uvas le recuerdan que en cualquier momento debe impregnarse con el molesto jugo. Recorre las habitaciones, ve las camas sin hacer, las ventanas cerradas. Todo se mantiene muy quieto y silencioso. Comprueba que está a solas en los amplios espacios de la casa. La sala es mía, piensa. Puede disponer de los adornos, los libros y de las frutas de la bandeja. Cambia de silla y se sienta en cada una de modo diferente. Espera que demoren mucho en llegar, por lo menos hasta el ocaso. Le gusta estar solo en la casa pero no cuando está oscuro. En ese momento desea oír el ruido de las llaves de la abuela.
(Pasa el tiempo y por fin llega el día que esperabas. Despiertas antes del amanecer y te diriges al patio . El pequeño viñedo dio sus frutos como todos los años. Durante la mañana realizas la cosecha, desgranas los racimos y las uvas las dejas en agua. Al mediodía vas al cuarto del niño y lo ves durmiendo destapado. No lo despiertas enseguida. Debes lavar sus piernas y pies. Te acercas a su lecho y lo mueves quedamente para que no se sobresalte).
El niño se deja llevar a la cocina; descalzo, entra al recipiente de agua tibia y se queda allí. Una vez cada año tiene que prestarse para pisotear los gajos de uva. Siente bajo las plantas de sus pies cómo se revientan y va saliendo el jugo dulce. No alcanza a aplastar con suficiente fuerza y el abuelo lo aprieta hasta lastimarlo para que exprima mayor cantidad.
(Tiempo después, cuando el jugo ha dejado de ser dulce, el niño y el abuelo están sentados uno al lado del otro frente a la mesa. Te sientes reconfortado. Todo es un motivo para reír. Los recuerdos felices, las anécdotas de tu juventud y tus opiniones fluyen rápidas. Lo viertes todo en los pequeños oídos del niño, que te mira muy atento, como si recibiera una lección. Lo rodeas con tu brazo gordo).
El niño con su mirada quiere incomodarlo, que se calle. No conoce otra forma de escapar. Las frases y risas se suceden ruidosas, hasta que se desvanecen con el transcurso de la tarde. La sed de meses se va saciando.
Al rato, las botellas vacías anuncian el fin. Te parece increíble que después de meses de espera para que madure la fruta y fermente, en unas pocas tardes el vino se acabe. Vas al patio, palpas las ramas y planeas cómo será la poda; mientras el niño caminando silencioso junto a ti comienza a desear que la próxima cosecha se malogre.
El niño despierta y descubre que no hay nadie durmiendo con él. El frío de la mañana lo obliga a vestirse bajo las frazadas. No sabe quién está en la casa pero por las cortinas cerradas cree que sólo está el abuelo. Está seguro de que si se queda haciéndose el dormido él vendrá a buscarlo para obligarlo a cumplir con alguna tarea en la casa.
Cuando la abuela no va a la ciudad él procura mantenerse próximo a ella todo el día, protegido de exigencias o regaños. Sería tan bueno que ella no saliera nunca. Con ella en casa puede hacer dibujos en el pizarrón o llevar a la sala la colección de pequeñas baterías, pero como ella no está no sabe qué esperar. Depende del humor del abuelo que cambia con el transcurso del día. Le inquieta saber que muy pronto las uvas madurarán y él querrá que lo ayudes a hacer jugo de uva.
(La saludas levemente cuando llega con sus bolsas repletas. Ella va a la cocina, rellena los estantes, pule las ollas y prepara comida para varios días. Te molesta su actividad incesante, la energía que te falta y que revela tu lentitud ociosa. Le exiges silencio cuando se acerca y finges concentración en el crucigrama del periódico o en las páginas del diccionario. No quieres oír que te hable de su trabajo ni de sus compras. Quisieras que se quedara tranquila junto a ti, confiada en que te llamen en cualquier momento para algún empleo. ¿Cuándo fue la última vez que te levantaste para ir al trabajo? Al principio llevabas la cuenta, marcabas los días en un pequeño calendario que tenías escondido en la camisa; hoy no lo sabes a ciencia cierta, pero es seguro que ya son años. Entonces te levantabas con un poco de soberbia. Eras el único que salía de saco y corbata de tu calle. Además te gustaba empuñar el maletín de cuero, que siempre estaba cargado hasta el tope. Llevabas la contabilidad en una distribuidora de maderas, te sentías la piedra angular, la base, el límite de algo indefinido que se formaba en la loca carrera de comprar y vender. Tú ibas detrás contabilizando las ventas, registrando los progresos y retrocesos, recogiendo del suelo boletas y comprobantes, adelantándote al aseador, revisando los bolsillos de algunos empleados olvidadizos. Ahora, sin un empleo te cuesta encontrar un motivo para iniciar la mañana. Los primeros meses te levantabas sólo por el desayuno. Pero con el transcurso del tiempo tienes menos deseos de comer. Cada vez te levantas más tarde, casi con tiempo suficiente para asearte, vestirte y esperar el almuerzo. El niño se asoma a la ventana para ver si Manuel anda cerca: no puede ir a jugar al momento pero a lo mejor planean algo para la tarde. Desde que se mudó viene muy poco al barrio, era el único amigo que el abuelo le permitía, aunque con Manuel buscaban a otros con los que iban al parque central, se subían a los juegos mecánicos y al fuerte antiguo. Con él conoció sitios que su abuelo le tenía prohibido visitar, como el cerro de la basura. Encontraban muchos desperdicios acumulados pero también objetos curiosos y atractivos: lámparas antiguas, numerosas baterías, relojes descompuestos. Tu mujer quiere mudarse de San Pedro pero la renta es tan barata en este callejón. Nos cambiaremos cuando yo consiga un trabajo, le aseguras. Aunque no hay una sola noche que regreses a casa sin que los perros te sientan. Sus ladridos te provocan, les lanzas piedras e insultas a sus dueños que algunas veces también salen a enfrentarte. Después hay una persona más a la que le quitas el saludo. Odias San Pedro por sus perros, por alguna de su gente, pero también por el polvo que lo impregna todo. El viento insistente filtra tierra hasta dentro de la misma casa, cayendo en la ropa limpia y sobre las camas. Lo que no cambias por nada es el pequeño parrón de uvas verdes. Te gusta contemplarlo todos los días un rato, tratas de detectar cómo van madurando los racimos).
Con un paso sigiloso el niño va de un cuarto a otro esperando encontrar a alguien en cualquier momento. Se queda dentro de la casa, no quiere asomarse al patio porque no soporta la visión de la pequeña viña. Las uvas le recuerdan que en cualquier momento debe impregnarse con el molesto jugo. Recorre las habitaciones, ve las camas sin hacer, las ventanas cerradas. Todo se mantiene muy quieto y silencioso. Comprueba que está a solas en los amplios espacios de la casa. La sala es mía, piensa. Puede disponer de los adornos, los libros y de las frutas de la bandeja. Cambia de silla y se sienta en cada una de modo diferente. Espera que demoren mucho en llegar, por lo menos hasta el ocaso. Le gusta estar solo en la casa pero no cuando está oscuro. En ese momento desea oír el ruido de las llaves de la abuela.
(Pasa el tiempo y por fin llega el día que esperabas. Despiertas antes del amanecer y te diriges al patio . El pequeño viñedo dio sus frutos como todos los años. Durante la mañana realizas la cosecha, desgranas los racimos y las uvas las dejas en agua. Al mediodía vas al cuarto del niño y lo ves durmiendo destapado. No lo despiertas enseguida. Debes lavar sus piernas y pies. Te acercas a su lecho y lo mueves quedamente para que no se sobresalte).
El niño se deja llevar a la cocina; descalzo, entra al recipiente de agua tibia y se queda allí. Una vez cada año tiene que prestarse para pisotear los gajos de uva. Siente bajo las plantas de sus pies cómo se revientan y va saliendo el jugo dulce. No alcanza a aplastar con suficiente fuerza y el abuelo lo aprieta hasta lastimarlo para que exprima mayor cantidad.
(Tiempo después, cuando el jugo ha dejado de ser dulce, el niño y el abuelo están sentados uno al lado del otro frente a la mesa. Te sientes reconfortado. Todo es un motivo para reír. Los recuerdos felices, las anécdotas de tu juventud y tus opiniones fluyen rápidas. Lo viertes todo en los pequeños oídos del niño, que te mira muy atento, como si recibiera una lección. Lo rodeas con tu brazo gordo).
El niño con su mirada quiere incomodarlo, que se calle. No conoce otra forma de escapar. Las frases y risas se suceden ruidosas, hasta que se desvanecen con el transcurso de la tarde. La sed de meses se va saciando.
Al rato, las botellas vacías anuncian el fin. Te parece increíble que después de meses de espera para que madure la fruta y fermente, en unas pocas tardes el vino se acabe. Vas al patio, palpas las ramas y planeas cómo será la poda; mientras el niño caminando silencioso junto a ti comienza a desear que la próxima cosecha se malogre.
En casa
No la quiero soltar. Ella es más grande y más fuerte. Me adhiero a ella, le atrapo un brazo o le tomo la punta de su pijama. Con ella no hay riesgos, hasta los perros ladran menos. Mueve sus brazos rollizos, me empuja y me obliga a dar la vuelta y pegar la cara a la pared, que es tan fría y plana, pero con paciencia el muro más frío cede y se entibia. Es el momento mágico en que me quedo dormido. Ella puede empujarme todo lo que quiera, puede cansarse de mí, nunca voy a rebelarme por eso. Pero no puede abandonarme y descuidar su flanco, para que pase el aire por ese lado, para que de pronto el rincón de la ropa sucia cobre vida. Los calzoncillos rotos, las camisas gastadas, los abrigos viejos, montones de ropas que se van olvidando, que nadie necesita pero que sería un pecado botar. Ese montón de calcetines tiesos enredados con la lana pueden moverse, pegarse como una figura inmunda y venir a llenar el espacio que ella dejó. La abordo cuando la luz está encendida e intentamos acomodarnos, que no se corran las frazadas y que la sábana no se salga. Ato su pijama al mío, recobro el cordón al que tengo derecho, mi seguridad, mi sueño pesado.
Si tengo suerte consigo abrazarla para dormir más rápido, para soñar profundamente. Otras veces me inquieto. Nos hundimos en medio del colchón soportando los huecos de algunas tablas rotas. Respiramos sin movernos abrazados bajo las gruesas frazadas y el frío no nos toca. Pero no estoy en paz, no me convence esa felicidad y sin motivo le clavo las uñas para que reaccione, para que deje de roncar. Entonces se suelta, me sacude y me castiga con una ración de frío en la pared. En la mañana me busca, quiere suavizar mi rencor, que la perdone. Me lleva el desayuno, que coma bien, pan caliente y té. Me deja quedarme acostado hasta la tarde. Que no me mueva, que ella hará el almuerzo como si la fiebre me impidiera andar por la casa buscando algo que hacer, prendiendo la tele. Esas mañanas son mi alegría, no importa que afuera esté lloviendo. Me olvido de todo y juego a que la cama es sólo mía, porque hay tanta luz que ya no tengo miedo. Me meto debajo hasta que se acaba el aire, como si me hundiera bajo el agua. Lleno los pulmones con el aroma pesado de las sábanas. En esos momentos no la necesito. Que cocine y me traiga sopa y arroz, que me engorde, quiero estar gordo como ella, para estar más juntos en las noches. Puede empujarme contra la pared, puede doblar la rodilla y dejarla en mi espalda, pero mi propia gordura terminará imponiéndose. El colchón hará un arco y en medio nos calentaremos muy juntos el uno al otro. Le perdonaré que al rascarse levante la sábana y deje pasar una corriente fría.
Los años me dan la razón; pasan uno a uno, yo voy ganando porque crezco y engordo, ya casi toco las uñas de sus pies. De lado manda ella todavía, pero como soy más ancho cuando estamos boca abajo o boca arriba procuro mantenerla pegada a mí. Comienzo a roncar y más fuerte que ella. Me niego a conseguir otra cama, juntos estamos bien. Ahora ella también oye los ladridos. En las noches viene sumisa, espera que la acomode como mejor prefiero, que siempre es de frente, para sentir su aliento antes de que empiecen sus ronquidos. Después dejo que suelte esos resoplidos que parecen quejas, porque sé que se cansa más que antes, le cuesta acomodarse. A veces le viene un dolor en los riñones y ya no quiere cocinar ni hacer nada en la casa, se acumulan montones de basura en los rincones, el polvo va creando una capa encima de los muebles y del televisor. A mi sólo me importa que no se agoten las galletas Hukke, que tenemos por montones en el piso, y estar juntos sin que nadie nos moleste.
Día tras día iré a la cocina con mayor frecuencia, prepararé guisos bien calientes. Limpiaré la sala y cuidaré de ella. No tendrá que levantarse. Cambiaré las sábanas sin moverla mucho. Que en la noche se sienta protegida estrechada a mi brazo y que durante el día se regocije despierta sintiendo cómo el tiempo pasa dócilmente. A escondidas de mí se hundirá bajo las frazadas comiéndose algún bocado de más. Le perdonaré su pequeña falta mientras le ordeno sus cobijas y sentiré que poco a poco yo soy el que dispone de nuestras vidas, y el único que manda.
Si tengo suerte consigo abrazarla para dormir más rápido, para soñar profundamente. Otras veces me inquieto. Nos hundimos en medio del colchón soportando los huecos de algunas tablas rotas. Respiramos sin movernos abrazados bajo las gruesas frazadas y el frío no nos toca. Pero no estoy en paz, no me convence esa felicidad y sin motivo le clavo las uñas para que reaccione, para que deje de roncar. Entonces se suelta, me sacude y me castiga con una ración de frío en la pared. En la mañana me busca, quiere suavizar mi rencor, que la perdone. Me lleva el desayuno, que coma bien, pan caliente y té. Me deja quedarme acostado hasta la tarde. Que no me mueva, que ella hará el almuerzo como si la fiebre me impidiera andar por la casa buscando algo que hacer, prendiendo la tele. Esas mañanas son mi alegría, no importa que afuera esté lloviendo. Me olvido de todo y juego a que la cama es sólo mía, porque hay tanta luz que ya no tengo miedo. Me meto debajo hasta que se acaba el aire, como si me hundiera bajo el agua. Lleno los pulmones con el aroma pesado de las sábanas. En esos momentos no la necesito. Que cocine y me traiga sopa y arroz, que me engorde, quiero estar gordo como ella, para estar más juntos en las noches. Puede empujarme contra la pared, puede doblar la rodilla y dejarla en mi espalda, pero mi propia gordura terminará imponiéndose. El colchón hará un arco y en medio nos calentaremos muy juntos el uno al otro. Le perdonaré que al rascarse levante la sábana y deje pasar una corriente fría.
Los años me dan la razón; pasan uno a uno, yo voy ganando porque crezco y engordo, ya casi toco las uñas de sus pies. De lado manda ella todavía, pero como soy más ancho cuando estamos boca abajo o boca arriba procuro mantenerla pegada a mí. Comienzo a roncar y más fuerte que ella. Me niego a conseguir otra cama, juntos estamos bien. Ahora ella también oye los ladridos. En las noches viene sumisa, espera que la acomode como mejor prefiero, que siempre es de frente, para sentir su aliento antes de que empiecen sus ronquidos. Después dejo que suelte esos resoplidos que parecen quejas, porque sé que se cansa más que antes, le cuesta acomodarse. A veces le viene un dolor en los riñones y ya no quiere cocinar ni hacer nada en la casa, se acumulan montones de basura en los rincones, el polvo va creando una capa encima de los muebles y del televisor. A mi sólo me importa que no se agoten las galletas Hukke, que tenemos por montones en el piso, y estar juntos sin que nadie nos moleste.
Día tras día iré a la cocina con mayor frecuencia, prepararé guisos bien calientes. Limpiaré la sala y cuidaré de ella. No tendrá que levantarse. Cambiaré las sábanas sin moverla mucho. Que en la noche se sienta protegida estrechada a mi brazo y que durante el día se regocije despierta sintiendo cómo el tiempo pasa dócilmente. A escondidas de mí se hundirá bajo las frazadas comiéndose algún bocado de más. Le perdonaré su pequeña falta mientras le ordeno sus cobijas y sentiré que poco a poco yo soy el que dispone de nuestras vidas, y el único que manda.
La partida
Por las tardes San Pedro está desierto, pero uno puede distraerse caminando lentamente desde el Parque hacia El Mirador. Es un trayecto corto, abunda el silencio. Una vez allí hay que ponerse las manos en el bolsillo, echarse en el pasto y esperar que el sol desaparezca detrás de los cerros mientras el aire tibio te da en el rostro. Se puede pasear la mirada por el amplio espacio que forma la línea férrea, el río y la caprichosa silueta de los montes. Uno lleva un libro para no leerlo y puede dejar que el cuerpo tendido sobre el pasto vaya buscando el sueño. El pueblo a la hora de la siesta parece un grupo de ruinas saqueadas por la voluptuosa audacia de la luz, pero si hay una noticia para ti, nadie te libra, el designio te persigue hasta alcanzarte. Es el mayor de tus primos. Los engranajes sin aceite de la bicicleta lo anuncian desde lejos. Debes regresar a casa, nada malo, pero no puedes tardar. Una noticia a esta hora es como si se adelantara el ocaso. Tu primo guarda silencio para que sean los mayores los que te informen. Apenas llegan ves tu bolso listo sobre la mesa. Los tíos, contentos, comienzan a despedirse. Los miras extrañado esperando el motivo de tu viaje.
Sales al otro día pero los preparativos ya comenzaron. Tía Mónica lo previene contra los desconocidos. Mientras él se fija en su barba canosa, tío Rafael le explica el trayecto. Le pide que se aprenda de memoria los trazos del improvisado mapa. ‘‘Hay un solo camino, es imposible perderse y el tren pasa por la estación a la misma hora. No demores, no hables con nadie’’. Los primos pequeños lo miran con una envidiosa curiosidad. Por último el abuelo aparece como si hubiera esperado su turno y se despide de él tal y como lo hubiese hecho en la estación con el ruido del tren a un lado. Lo cierto es que aún no le han preguntado si quiere llevarle el sobre a su madre. Después de todo sólo la ha visto una vez, cuando él era pequeño en una corta visita. Nunca ha tenido una foto de ella y no está seguro de reconocerla si la vuelve a ver. Todo sucede rápidamente. La tarde termina y después de comer algo caliente, a dormir, que mañana por primera vez será el primero en levantarse. El piensa en que los días de sol ya están terminando. Está seguro de que se va a perder las últimas tardes en el Mirador. La bulliciosa casa comienza a sosegarse mientras el viento se estrella contra el zinc. Esa quietud agradable lo arrulla hasta que el sueño lo vence. Unas horas después lo despiertan con un remezón. Oye los ronquidos dispersos por la casa. La abuela se despide mientras lo lleva a la calle medio dormido todavía. ‘‘En el bolso hay algo de fruta y pan. Cuídate mucho, no pierdas el sobre, buen viaje’’.
Hasta hace un rato estaba en medio de un sueño que ahora no recuerda. Se despidió de la abuela casi maquinalmente. No es hora para despertar a los otros sólo porque él quiere decirles adiós otra vez. No puede arrepentirse de esa abrupta partida, porque ni siquiera la abuela se quedó en la puerta de la cerca para verlo desaparecer al final del callejón. Sólo queda buscar la salida del pueblo y luego continuar el camino. En estos momentos la tierra blanda le parece una dura resistencia contra la que tiene que luchar. El pertenece a San Pedro y no está convencido de que deba dejarlo. El amanecer tiene el esplendor del crepúsculo, pero es más alegre y prometedor. Muy pronto la caminata puede convertirse en una calurosa experiencia. Desearía conversar con alguno de los vecinos madrugadores a fin de entretenerse un rato en una trivial charla. Pero no hay nadie. Apenas se oyen los esporádicos cantos de los gallos. Una sola figura atraviesa lentamente las estrechas calles de San Pedro. Continuaste el trayecto sin mucho apuro como si después de cada cerca fueras a regresar, a dejar en claro que tú no quieres ir. Pero los abuelos y los tíos saben lo que hacen. Sólo te queda obedecer y derrotar el cansancio que te sube en forma de dolor por las piernas. La mañana es una fiesta de luz y de colores por toda la extensión del valle. Al menos te gusta el paisaje que debes cruzar. Tienes hambre y sed pero quieres aprovechar el frescor de esa hora para ganar terreno. Sabes que se avecinan momentos de intenso calor.
Sin previsión no se puede seguir. Debe recordar algunos consejos de sus tíos, aunque cuando oyó los sonidos de sus frases le pareció que no eran para él. Después de cruzar el puente, el camino es asoleado y polvoriento. A intervalos un carro pasará a su lado, a veces algún camión. Debes detenerte cuando oigas un sonido de motor. Debes cerrar los ojos y contener la respiración hasta que la nube de polvo desaparezca. La vereda será escasa y habrá pocos árboles con sombra.
Has sido fiel al trayecto que dibujó el tío Rafael. Tu obediencia te da una sensación de seguridad. ‘‘Si fallo no es por mi culpa’’, piensas. Después del Puente del Rey decides descansar y comer algo. Sabes que estás en mitad de la ruta entre tu casa y la estación. LLegarás en plena tarde. No temas. No te preocupes. Todo está saliendo como te dijeron. Te imaginas instalado en uno de esos enormes vagones. Sin dormir ni hacer nada. Sólo mirando cómo cosas y personas van pasando en orden por tu ventana. Te gustará sentirte transportado. Quizás respondas con la mano a los saludos que te dirija la gente que va pasando frente a ti.
El sol estaba muy alto cuando llegaste a la estación. No hay pasajeros. La hora de la partida estaba próxima. Decidiste sentarte en la única banca del lugar a comer algunas frutas para suavizar la espera. La línea férrea traza una larga curva que acaba en el horizonte en ambas direcciones. Te imaginas atravesando la estación de la ciudad en medio del incesante ajetreo. Esperarías en un lugar visible. Tu madre te hará preguntas, te abrazará, hablarán de la ruta que seguiste y si quieres algo de comer. Pero a esa hora, junto a la estación vacía no llegaba nadie para venderte un boleto. No se puede viajar sin uno, te lo había dicho el abuelo. Quizás dentro del vagón puedas comprarlo. Lo importante era de que de un momento a otro viniera el tren.
Cansado de esperar se había acomodado a lo largo de la banca, mirando por ratos a derechos e izquierda. El sol se iba debilitando. Le preocupaba la excesiva quietud, decidió caminar por los durmientes como si quisiera salir a encuentro de la máquina. Al rato encontró un cruce abandonado donde se apilaban fierros oxidados. Sin duda, en mucho tiempo no pasaba el ferrocarril por allí. Regresó por el mismo camino con la sensación de que había hecho algo indebido. Nadie le dijo que se alejara de la pequeña estación y que fuera a averiguar nada. El espacio abierto no mostraba más estaciones en este lado del cerro. Pero no tenía las fuerzas para regresar y relatar su viaje. Temió que a lo mejor no hubiera ningún error, que los tíos supieran que por aquí no pasan lo trenes desde antes que el tío Rafael viniera. Incluso, antes de que el abuelo llegara por primera vez. Contemplando el ocaso decidió que debía quedarse. Se ovilló en la banca para protegerse del frío que comenzaba. Se resignó a pasar la noche allí. Acaso algún otro pasajero perdido se aproximaría para esperar juntos la llegada del próximo ferrocarril.
Sales al otro día pero los preparativos ya comenzaron. Tía Mónica lo previene contra los desconocidos. Mientras él se fija en su barba canosa, tío Rafael le explica el trayecto. Le pide que se aprenda de memoria los trazos del improvisado mapa. ‘‘Hay un solo camino, es imposible perderse y el tren pasa por la estación a la misma hora. No demores, no hables con nadie’’. Los primos pequeños lo miran con una envidiosa curiosidad. Por último el abuelo aparece como si hubiera esperado su turno y se despide de él tal y como lo hubiese hecho en la estación con el ruido del tren a un lado. Lo cierto es que aún no le han preguntado si quiere llevarle el sobre a su madre. Después de todo sólo la ha visto una vez, cuando él era pequeño en una corta visita. Nunca ha tenido una foto de ella y no está seguro de reconocerla si la vuelve a ver. Todo sucede rápidamente. La tarde termina y después de comer algo caliente, a dormir, que mañana por primera vez será el primero en levantarse. El piensa en que los días de sol ya están terminando. Está seguro de que se va a perder las últimas tardes en el Mirador. La bulliciosa casa comienza a sosegarse mientras el viento se estrella contra el zinc. Esa quietud agradable lo arrulla hasta que el sueño lo vence. Unas horas después lo despiertan con un remezón. Oye los ronquidos dispersos por la casa. La abuela se despide mientras lo lleva a la calle medio dormido todavía. ‘‘En el bolso hay algo de fruta y pan. Cuídate mucho, no pierdas el sobre, buen viaje’’.
Hasta hace un rato estaba en medio de un sueño que ahora no recuerda. Se despidió de la abuela casi maquinalmente. No es hora para despertar a los otros sólo porque él quiere decirles adiós otra vez. No puede arrepentirse de esa abrupta partida, porque ni siquiera la abuela se quedó en la puerta de la cerca para verlo desaparecer al final del callejón. Sólo queda buscar la salida del pueblo y luego continuar el camino. En estos momentos la tierra blanda le parece una dura resistencia contra la que tiene que luchar. El pertenece a San Pedro y no está convencido de que deba dejarlo. El amanecer tiene el esplendor del crepúsculo, pero es más alegre y prometedor. Muy pronto la caminata puede convertirse en una calurosa experiencia. Desearía conversar con alguno de los vecinos madrugadores a fin de entretenerse un rato en una trivial charla. Pero no hay nadie. Apenas se oyen los esporádicos cantos de los gallos. Una sola figura atraviesa lentamente las estrechas calles de San Pedro. Continuaste el trayecto sin mucho apuro como si después de cada cerca fueras a regresar, a dejar en claro que tú no quieres ir. Pero los abuelos y los tíos saben lo que hacen. Sólo te queda obedecer y derrotar el cansancio que te sube en forma de dolor por las piernas. La mañana es una fiesta de luz y de colores por toda la extensión del valle. Al menos te gusta el paisaje que debes cruzar. Tienes hambre y sed pero quieres aprovechar el frescor de esa hora para ganar terreno. Sabes que se avecinan momentos de intenso calor.
Sin previsión no se puede seguir. Debe recordar algunos consejos de sus tíos, aunque cuando oyó los sonidos de sus frases le pareció que no eran para él. Después de cruzar el puente, el camino es asoleado y polvoriento. A intervalos un carro pasará a su lado, a veces algún camión. Debes detenerte cuando oigas un sonido de motor. Debes cerrar los ojos y contener la respiración hasta que la nube de polvo desaparezca. La vereda será escasa y habrá pocos árboles con sombra.
Has sido fiel al trayecto que dibujó el tío Rafael. Tu obediencia te da una sensación de seguridad. ‘‘Si fallo no es por mi culpa’’, piensas. Después del Puente del Rey decides descansar y comer algo. Sabes que estás en mitad de la ruta entre tu casa y la estación. LLegarás en plena tarde. No temas. No te preocupes. Todo está saliendo como te dijeron. Te imaginas instalado en uno de esos enormes vagones. Sin dormir ni hacer nada. Sólo mirando cómo cosas y personas van pasando en orden por tu ventana. Te gustará sentirte transportado. Quizás respondas con la mano a los saludos que te dirija la gente que va pasando frente a ti.
El sol estaba muy alto cuando llegaste a la estación. No hay pasajeros. La hora de la partida estaba próxima. Decidiste sentarte en la única banca del lugar a comer algunas frutas para suavizar la espera. La línea férrea traza una larga curva que acaba en el horizonte en ambas direcciones. Te imaginas atravesando la estación de la ciudad en medio del incesante ajetreo. Esperarías en un lugar visible. Tu madre te hará preguntas, te abrazará, hablarán de la ruta que seguiste y si quieres algo de comer. Pero a esa hora, junto a la estación vacía no llegaba nadie para venderte un boleto. No se puede viajar sin uno, te lo había dicho el abuelo. Quizás dentro del vagón puedas comprarlo. Lo importante era de que de un momento a otro viniera el tren.
Cansado de esperar se había acomodado a lo largo de la banca, mirando por ratos a derechos e izquierda. El sol se iba debilitando. Le preocupaba la excesiva quietud, decidió caminar por los durmientes como si quisiera salir a encuentro de la máquina. Al rato encontró un cruce abandonado donde se apilaban fierros oxidados. Sin duda, en mucho tiempo no pasaba el ferrocarril por allí. Regresó por el mismo camino con la sensación de que había hecho algo indebido. Nadie le dijo que se alejara de la pequeña estación y que fuera a averiguar nada. El espacio abierto no mostraba más estaciones en este lado del cerro. Pero no tenía las fuerzas para regresar y relatar su viaje. Temió que a lo mejor no hubiera ningún error, que los tíos supieran que por aquí no pasan lo trenes desde antes que el tío Rafael viniera. Incluso, antes de que el abuelo llegara por primera vez. Contemplando el ocaso decidió que debía quedarse. Se ovilló en la banca para protegerse del frío que comenzaba. Se resignó a pasar la noche allí. Acaso algún otro pasajero perdido se aproximaría para esperar juntos la llegada del próximo ferrocarril.
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