miércoles, 19 de mayo de 2010

Desaparecidos

El abuelo roncaba. Los perros del callejón reaccionaban ruidosos a los ladridos provenientes de otras calles. El cuarto donde dormíamos era pequeño y el alto ropero ubicado al frente de las camas lo hacía mínimo. En noches de insomnio pensaba que el ropero había sido hecho en una época lejana para otro tipo de casa. Sus formas opulentas eran más apropiadas para una vivienda inmensa. En la nuestra sólo acentuaba la desnuda sencillez de las paredes y repisas. Mantenía mis ojos abiertos hasta bien entrada la noche por el temor de que al dormirnos ese bulto sombrío perturbara nuestros sueños.
Una noche soñé que el mueble navegaba en un río al ritmo de la turbulenta corriente como un enorme y extraño bote. Arrastraba a un desesperado tripulante que parecía ahogarse adentro, sacudiendo y alzando las manos huesudas. El mueble avanzaba lentamente, tropezándose con la gruesas raíces de los árboles de la orilla. En el sueño contemplaba la escena fascinado por un terror que me impedía huir. Desperté sobresaltado de madrugada. Vi que la ventana comenzaba a iluminarse, mientras a mi lado la abuela estaba muy quieta.
En la mañana, el ropero no me provocaba extrañeza ni asombro. Si no tuviera un útil espejo ante el que me vestía ni siquiera me hubiera fijado en él. Quería olvidarme del sueño aunque la impresión de ver al hombre avanzando por ese extraño río no desaparecía. Me vestí rápido, luchando por no entumirme de frío. La casa se volvía más cálida y agradabable por la pequeña estufa. Entré con rapidez a la sala para que no escapara el calor encerrado. Ya habían desayunado. El abuelo leía el periódico. La abuela limpiaba lentejas junto a la estufa. Los saludé y en silencio bebí un té humeante. De pronto y sin pensarlo dije que iba a jugar un rato afuera. Tenía la conciencia tranquila, no había hecho nada que me impidiera salir al patio. Permanecieron en silencio, salí con mi pelota. Si no llovía y uno tenía un balón era siempre un buen día. Comencé un partido de fútbol.
Era el único jugador pero la pared del fondo era una eficaz portería donde yo imaginaba a un sagaz arquero. Pateaba una y otra vez la esfera al arco tratando de que los rebotes no fueran a parar al pozo del desagüe. Era desagradable sacarla de adentro. Desde que lo cambiaron de lugar junto al ciruelo era fácil que algún rebote pusiera el balón allí. El juego ganó velocidad y comencé a sudar. Me fui cansando y al descuidarme la pelota rodó hasta caer en el inundado hueco. Maldije mi suerte y enseguida busqué unas viejas tablas que me servían para sacarla. Miré adentro y sentí un mareo. No era el asco por los desperdicios ni la espesa agua grasosa. Era el miedo glacial que se tiene frente a un cadáver. No me engañaba, imponente y apacible flotaba boca arriba. Tenía los ojos abiertos, clavados en el cielo nebuloso. Traté de encontrar algún indicio de su identidad o de la razón de su muerte. Sus manos huesudas, aunque ahora estaban quietas y sucias, eran inconfundibles. ¿ Cómo había llegado allí ? ¿ Qué había pasado
en el sueño que yo no recordaba ? Miré alrededor. En los patios vecinos reinaba el silencio. Solté las tablas y con determinación me dirigí a la pequeña cocina. Debía buscar a la abuela, pero como cada domingo se encontraba reunida con mis tíos. Al entrar me recibieron con bromas y me dieron palmadas calurosas en la espalda. Miré a la abuela tratando de decirle lo que había encontrado pero estaba entretenida con la ruidosa y corta visita.
Afuera todo se mantenía en silencio. Abrí la puerta de la sala y vi al abuelo armando un rompecabezas. Me asomé a la ventana que daba al patio.
El vidrio tenía una capa de polvo que no dejaba ver con claridad. Me pregunté si era mejor olvidarme del asunto y dejar que ellos lo supieran por sí mismos. O intentar llevar al abuelo al patio y acabar con ese peso que me había echado en los hombros. Debía contarle con una frase corta y efectiva. Pero al verlo ocupado en unir las piezas de un enorme buque blanco no dije nada. Ya se sentía el olor penetrante del almuerzo. Cuando los tíos, risueños y ruidosos se fueron, dejaron tras de sí la casa silenciosa, que ahora parecía abandonada. La abuela con maneras nerviosas puso los cubiertos y los platos sin anunciar que el almuerzo estaba listo.
El abuelo se sentó en la cabecera de la mesa mientras ella servía la comida. Sus mejillas, sin maquillaje, estaban pálidas. ¿ Habrían hablado sobre el pozo ? Me atreví a preguntar qué había de postre. La abuela me respondió y encendió la radio. Se oyó la familiar voz del locutor de la Radio Bío-Bío. Ninguno de los tres interrumpió la relación de las noticias. Me concentré en el almuerzo y comí sin apetito. ¿ Hasta cuando nadie iba a hablar de ello ? Los miré con atención. Imaginé que mis abuelos esperaban que fuéramos tres personas serenas y silenciosas, que intentáramos pasar ese domingo como otros tantos días. Cuando sentí la lluvia que caía suavemente sobre el zinc pensé que el pozo iba a estar tan inundado como en invierno. La abuela iba a preparar café. Si me fuera con ella, en la cocina iban a acabar mis problemas, pero cuando pasó a mi lado me presionó con intención el hombro, como si quisiera que me quedase allí. En la radio estaban dando el estado del tiempo. Tuve ganas de que la hora de la siesta viniera pronto. La llovizna se intensificaba con un sonido sordo. Ella le puso más parafina a la estufa mientras el abuelo unía las piezas de un
enorme mastil. Bostecé con desenfado y me estiré en la silla, como si tuviera sueño y fuera una tarde cualquiera. Dije que iba a ir al cuarto, pero no me atreví a cruzar el umbral, temeroso de ver nuevamente el ropero.
En ese momento juré no quedarme dormido frente a él. El recuerdo del hombre del pozo se me hacía insoportable. La abuela me llevó a la cama, me desvistió con cariño e intentó consolarme. Entre balbuceos y frases entrecortadas le hablé de mi pesadilla y de mi hallazgo. Temí que no me creyera. Pero no se sorprendió, ni siquiera cuando le conté los detalles más descabellados. Parecía estar más enterada que yo. Me escuchó atenta y con un tono dulce me explicó que debía dejar de temer, porque lo del pozo no ocurría con mucha frecuencia. Y agregó para tranquilizarme: ‘‘Tapamos el pozo y cavamos otro. Todavía queda espacio’’.
Entre la bruma de un largo sollozo comencé a entender mientras la lluvia seguía cayendo y grandes charcos se formaban en el patio.